Caminando por una de aquellas avenidas congestionadas de cualquier ciudad, en medio de la vorágine de prisas, por llegar a quién sabe qué lugar, a eso que se debe cumplir, a aquello que es una obligación. Me pregunto ¿Qué nos podría salvar de esa falta de sentido en medio de tanta agitación?
De pronto se presenta ante mi mirada un pequeño parque, lleno flores, de tantos colores que no podría precisar cuáles son, el trino de los pájaros y el verdor de la vegetación, un oasis, en medio del desierto de sensaciones significativas.
Ese paraje no corresponde a lo que está fuera de él, eso es lo maravilloso, en ese pequeño espacio de naturaleza, el ritmo es otro, las prioridades son otras, el ambiente es distinto, porque lo que tiene sentido es el silencio, la contemplación de la belleza exuberante de la naturaleza en plena expresión.
Ya no hay prisa, ya no hay a dónde llegar, ya no hay requisito ni deuda. Todo lo importante que podría ocurrir, ocurre ahí, en ese momento, en este lugar. Todo lo que tiene sentido se da en ese mismo instante, porque ese ambiente natural es absoluto.
Y sí la vida tiene sentido es por la belleza que puede ser percibida, vivida y evidenciada. Qué más podría querer una mirada, sino atrapar eso que se presenta de repente como un regalo en medio de la pérdida de identidad, porque fuera de ese lugar hemos sido masificados, etiquetados, diagnosticados, se nos ha provisto de un número y se nos ha arrebatado el sonido de nuestro nombre.
Encontrarnos con la música que viene de la naturaleza es un regalo, aquella que se compone cuando el viento agita las ramas de un árbol, aquella que se acompasa por el sonido de un arroyo en su fluir, aquella que se adorna con el murmullo de pájaros e insectos; en medio de esa sinfonía natural, podemos recuperar nuestra propia melodía, aquella que nos corresponde, aquella que nos pertenece; y entonces podemos unir nuestra voz espontáneamente a todo lo que nos envuelve. Ese es el momento en que no necesitamos nada más que estar ahí y reconocernos.
Los apremios han terminado, nada tiene significado más allá que el instante mismo, los aromas de la vida lo envuelven todo; entonces ese minuto tiene la totalidad del sentido de la existencia, tal vez de toda la existencia. Lo divino habita en la belleza, la belleza está impregnada de divinidad.
Permitirnos contemplar la belleza natural, darle un espacio cada día, acordarnos que las mayores maravillas del mundo no han sido hechas por el hombre, que han estado ahí desde siempre como testigos del transcurrir. Y siguen estando ahí a pesar de todo, a pesar del espacio reducido que les ha dejado el cemento y el metal, a pesar del gas negro de los escapes, a pesar de todo. Tal vez siguen estando para dar cuenta de lo equivocados que nosotros estamos al buscar la belleza artificial detrás de un escaparate, olvidando la belleza inmortal.
Tal vez sí nos dejamos impactar por la belleza suprema, podríamos soltar el andamiaje que nos mantiene cautivos en roles que van rigidizando nuestra esencia. Tal vez es el momento de devolverle su lugar a lo que importa, de darle la preeminencia a lo fundamental, y recordar que somos parte de ello, y que nuestra existencia está unida a la totalidad. Esa belleza cuando la podemos ver, más bien cuando la podemos evidenciar tiene un poder para transformarnos profundamente. Dejémonos entonces restaurar por la belleza de nuestra morada, para que ese encanto se manifieste como nuestra propia belleza de ser y de estar.
Dra. Isabel Ayala Vera.
PSICÓLOGA CLÍNICA
INGENIERA COMERCIAL
+593996050245
Los derechos del texto y las fotografías son de Paola Isabel Ayala Vera. Se puede citar el presente artículo con la debida referencia